Sus programas eran un gran radioteatro improvisado y no tanto, ese formato que fue mutando con los años y pasó de ser la gran estrella de la radiofonía a buscar refugio en los pocos ciclos que le daban cabida en alguna sección.
Fue un gran representante de “los magos de la radio”, esos pocos profesionales que nos hacen ver mientras escuchamos, que logran que su programa pierda el título de tal y pase a ser algo que fluye frente a nosotros con toda naturalidad.
También fue un formador. De su cantera salieron y surgirán productores y conductores que algo tienen de él: la acidez, la ironía, el humor negro, la visión de cómo construir un mensaje radiofónico, la riqueza que se le puede adosar.
Y también se le daba por pensar y decir. Uno podía o no coincidir, pero no se le podía negar la pasión y la defensa que hacía de sus palabras.
Desde su lugar, fue uno de los que ayudó a instalar en los medios la cuestión de la homosexualidad. Mucho antes del “díganme puto lindo”, hizo bandera, muy a su manera, para lograr que la condición sexual de una persona, sobre todo de los famosos que se encerraban en el placard, no fuera una vergüenza. Su discurso colaboró para que la sociedad, al menos una parte, naturalizara algo totalmente natural pero que parecía tabú.
Mis padres, mis abuelos, pudieron decirme “yo la escuchaba a Niní Marshall”, sin dudas una genia multifacética y revolucionaria en su tiempo y a su manera, cuya influencia no puedo comprender en su total dimensión dada la distancia que nos separa. A mis hijos, a mis nietos, podré decirles “yo lo escuchaba a Peña”. Seguramente tampoco puedan entender el significado profundo de su existencia radiofónica, pero estoy convencido de que en la radio que ellos van a escuchar (o como sea que se llame el medio en el futuro), sin darse cuenta, van a escuchar los ecos de los pasos que, en su paso por el dial, Peña nos dejó.